Ella no me recuerda.
La visito y apenas me reconoce y fué quien me amamantó.
Hace meses que empecé a despedirme de ella porque ya no es quién fué y cada día está más lejos de mi.
Yo la persigo y me resisto a verla alejarse. Casi nunca consigo alcanzarla aunque a veces parece que me mire de reojo y me sonría pícara y cómplice.
Unas veces quiere que le recuerde mi nombre, otras me confunde con alguno de los personajes de sus recuerdos de pasado más remoto. Cuando abraza a mi hijo, eso sí, conserva su dulzura. Demostrar el amor no lo ha olvidado aunque a veces se enfada y es agresiva y está casi siempre malhumorada.
No me canso de ir a verla, de llamarla y de intentar no perder un minuto de su lucidez cada vez más mínima.
Sus lagunas ya son mares y sus ojos se pierden por un horizonte cada día más alejado de mí.