martes, 31 de marzo de 2009

cap I: RECUERDOS DE GUERRA. RECUERDOS DE PAZ

Viajé por primera vez a Bòsnia-Hezegovina el mes de septiembre de 1998.
Lo hice como responsable de un grupo de jóvenes de entre 15 y 20 años, con los que había preparado un comboy de ayuda humanitaria en el marco de un proyecto educativo en cooperación y solidaridad.


Fue Bosnia como podría haber sido el Sáhara. El destino del comboi no era la cuestión más relevante. De hecho, el mundo, desgraciadamente, ofrece una amplia gama de destinos para poder desarrollar tareas humanitarias.
Pero Bosnia y la situación de posguerra, nos ofreció la oportunidad de trabajar cuestiones relacionadas con la paz que quizás, otro lugar no nos hubiera permitido.

No explicaré ahora toda la experiencia ni cuáles fueron todas las repercusiones que, a nivel personal y profesional, nos supuso a todos los participantes a corto, medio y largo plazo. Pero déjame compartir contigo, la experiencia emocionalmente explosiva que, pese a mi mala memoria, recuerdo hoy como si la hubiera vivido ayer mismo:

Una de las visitas que nos concertó la asociación que nos acogía y nos hacía de contraparte (la Asociación de víctimas y mutilados civiles de guerra de Majlai) fue la casa de una mujer mayor, una anciana preciosa que había sido maestra de la ciudad durante toda su vida.
Ahora ya estaba jubilada y sufría la posguerra con la crudeza, más grande que el resto si cabe, que la sufren los viejos. Nos invitó, a mi grupo y a mí, a café y zumo en un ejercicio de hospitalidad musulmana y que, sobre todo, las personas agradecidas saben hacer.
Me senté a su lado y tuvimos una conversación mínimamente privada y, pese al esfuerzo, superando las dificultades idiomáticas. Pero, ya sabes, a veces las palabras no hacen falta y las miradas, los gestos, las sonrisas de complicidad y las manos nos dicen más que cualquier discurso.
Me habló del dolor, del miedo, de la tristeza más amarga, de la incertidumbre, de la ira y también me habló de la decepción.
Privadamente me confesó que se sentía decepcionada de sí misma. Creía que su carrera de maestra había fracasado. Y lo creía porque, como me dijo, no supo educar en la paz a aquellos hombres que se enfrentaron y murieron y se mataron entre ellos aunque muchos habían compartido aula, baños en el río los cálidos veranos y charlas al calor de las estufas los inviernos de frío y nieve.
Según ella, y estoy del todo de acuerdo, el máximo orgullo de un maestro, de un educador, es saber que su alumnado crece humanamente con valores firmes de civismo, de solidaridad, de respeto y de paz. Sentí con ella su decepción y aquel fue el momento más duro de mi estancia en Bosnia.

El paisaje lo había visto en imágenes. Bosnia fue una guerra televisada, y aunque no me dejó indiferente, la destrucción era la foto esperada y por la cual nos habíamos preparado a lo largo de casi un año.

Pero el impacto emocional de los relatos de los testigos del desastre, y aquel testimonio en particular con la carga de responsabilidad que expresaba, me hacieron sentir responsable a mí también; a mí y a todo el mundo que se dedica a la educación, más aún, a todo el mundo que educa.

Me felicitó por el proyecto en que yo trabajaba y deseaba que los jóvenes que me acompañaban, aprendieran la lección del que la guerra es capaz de hacer. Ellos, como víctimas, la habían sufrido y nosotros, ahora, podíamos ver las consecuencias. Fue un lujo y un privilegio conocerla y poder vivir la experiencia de todo el viaje con todo lo que vimos y vivimos.


Fue el esfuerzo de todo un curso y, todavía ahora, aprendo desde el recuerdo y me emociona.

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